viernes, 1 de agosto de 2014

Tengo que Morir Todas las Noches, de Guillermo Osorno

Osorno, Guillermo. Tengo que Morir Todas las Noches. Una crónica de los ochenta, el Underground y la Cultura Gay. México: Debate, Penguin Random House Grupo Editorial, 2014. 239 pp. (Historia, fotos).

Ismael Espinosa

La homosexualidad ha sido uno de los temas tabú por excelencia a lo largo de la historia, y también, uno de los tópicos que no ha sido analizado históricamente hasta fechas recientes. Los sociólogos, antropólogos, politólogos y cronistas son quienes nos han brindado algunos análisis de la situación de la liberación LGBT por lo menos desde la década de los años setenta.

            Pocos han sido los historiadores que se han atrevido a escribir este tipo de temas “homosexuales”, a pesar del prejuicio que pueda caer sobre ellos sobre sus preferencias sexuales como bien mencionaba John Boswell al escribir una de las mejores historias de la homosexualidad en Occidente (Christianity, Social Tolerance and Homosexuality, 1980).

Sin embargo, entrado el siglo XXI algunos han dejado de lado ese temor por ser juzgados y han escrito bastantes cosas interesantes al respecto. En el caso mexicano han destacado las crónicas publicadas por Carlos Monsiváis, Braulio Peralta y Juan Carlos Bautista; los estudios antropológicos-históricos de Mauricio List Reyes, Xabier Lizarraga Cruchaga y Rodrigo Laguarda; y los artículos que han hecho algunos analistas como Genaro Lozano, Luis González de Alba, Estefanía Vela y diversos activistas de la agenda de la diversidad sexual a través de las redes sociales. Y celebro también que algunos estudiantes universitarios inicien su labor profesional al hacer tesis sobre estos temas; espacios y estudios se han ganado a través de casi cuarenta años de lucha.

Uno de estos nuevos intentos por ver una parte de la cultura gay de los años ochenta en la ciudad de México es el libro de Guillermo Osorio: Tengo que Morir todas las Noches, donde nos relata la historia de Henri Donnadieu y el bar “El Nueve” ubicado en la calle de Londres de la (hoy decadente) Zona Rosa. El libro nos da una mirada completa sobre cómo era la vida social y cultural en este bar tan visitado por artistas, actores, intelectuales, travestis, gays, heterosexuales, lesbianas… Todos en un mismo lugar sin que fueran excluidos por amar a quien quisieran. Una crónica (auxiliada por la investigación periodística) que transformó a toda una generación y al entretenimiento nocturno desde mediados de los años setenta hasta finales de los años ochenta.

El libro destaca tres temas principales: El Nueve como forjador de una nueva sociabilidad en la ciudad de México; la vida de quien fuera el dueño de bar en ese entonces: Henri Donnadieu; y la homosexualidad y la lucha que tuvo ante la sociedad mexicana (predominantemente machista-conservadora-católica) junto a la llegada de la pandemia del sida.

Después de que la juventud viviera su propia libertad de expresarse y fuera cruelmente reprimida durante el movimiento estudiantil de 1968 en la capital mexicana, y luego censurada con el Festival de Rock y Piedras de Avándaro en 1971, tuvieron que mantenerse en la clandestinidad bajo la sombra del autoritarismo priísta de entonces. Y ni qué decir de los homosexuales, víctimas de razias y persecuciones policiales en fiestas privadas que atentaban la moral y las buenas costumbres de entonces.

Fue el Bar el Nueve que acogió a esta juventud resentida con  el sistema que, se supone, los protegía y encauzaba a forjar una nueva patria; una juventud que luchó por un cambio social-sexual diferente a lo que les habían inculcado en su casa, e incluso la escuela. El Nueve transformó a todos aquellos que lo visitaban, pues en el local entraban toda clase de personas, siempre y cuando aportaran su respectivo cover. Un lugar que creó una identidad entre la melosa música disco y el nuevo rock metal (y el rock en tu idioma urbano de chilangolandia). En sus paredes ingresaron personas como María Félix, Silvia Pinal, Sasha Montenegro, Olivier Debroise, codeándose con Xóchitl “la reina de los homosexuales” (autoproclamada así) y con murales de Diego Matthai, proyecciones de películas censuradas en su época como Yo te saludo, María de Jean-Luc Godard (1984), o simplemente los debates que se daban ante el nuevo enemigo de la salubridad: el síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

El dueño de este bar, tan recordado con bastante nostalgia por muchos, era Henri Donnadieu, un francés emigrado a México a mediados de los años setenta. Él, junto con algunos socios abrieron El Nueve para crear una nueva forma de ver los bares y las fiestas, justamente en una de las zonas más exclusivas en ese entonces: la Zona Rosa. Donnadieu y Manolo, su novio y también socio del lugar, experimentaron nuevas formas de socializar al invitar a estrellas importantísimas de cine, teatro y de la cultura. En su libro Ser gay en la ciudad de México, Rodrigo Laguarda expone que los gays asistentes eran de las clases altas y medias de la sociedad (p. 97) por lo que algunas organizaciones y activistas de la llamada liberación sexual estuvieron en contra de estos lugares por no permitir una igualdad entre la propia comunidad homosexual. Donnadieu y socios se enfrentaron a diversos problemas con el bar, pues la policía los tenía en la mira por albergar y permitir a los homosexuales en el establecimiento. Sin embargo, muchos de los asistentes llegaron a defenderlos por la amplia oferta que daba: obras teatrales, performances artísticos, presentaciones de revistas, conciertos de grupos novedosos como “Las Insólitas Imágenes de Aurora” (después conocidos como “Caifanes”), Café Tacuba, Maldita Vecindad y grupos que trataron de traían nuevas corrientes como el punk y la música con sintetizadores, siendo un bar “moderno” como bien lo señaló Juan Carlos Bautista en un texto que aparece en México se escribe con J.

Esta nueva liberación por la que muchos habían luchado desde finales de la década de los sesenta se encontró con un problema muy grande: se podía “hacer el amor cuando quisieras y donde quisieras” y se rompían con paradigmas religiosos-morales, pero un pequeño virus comenzó a expandirse creando temor y rechazo, el VIH. Los homosexuales fueron los más afectados, más allá de que si el mal se contrajo de los monos a los humanos, si hubo alguna mutación genética o si las farmacéuticas lo hicieron para tener mayores ganancias, muchos sufrieron los embates de la enfermedad. Amigos y clientes asiduos de El Nueve fueron detectados como portadores de VIH y murieron poco tiempo después. Este bar se propuso hacer diversas campañas a favor del sexo seguro antes de que el gobierno anunciara sobre la pandemia (no fue sino hasta 1985 cuando Reagan anunció el problema, casi cinco años después de la detección de los primeros casos en Estados Unidos; México hizo casi lo mismo: en 1983 se detectó el primer caso en el país y hasta después de las declaraciones de Reagan creó campañas e instituciones como Conasida. Osorno, p.131). Entender que la comunidad gay era la más afectada, para muchos significó la llegada del fin de los tiempos. O por lo menos de un “castigo divino” por sus costumbres desviadas y perversas.

El Nueve comenzó a decaer no por la pandemia propia, sino por la intolerancia de la justicia mexicana. Una razia hizo que algunos trabajadores fueran a la cárcel acusados de distribución de drogas y prostitución (esos eran sus argumentos). Donnadieu se escapó de dicho operativo y luego salió de la ciudad. No cuento más detalles ni más del final de esta magnífica obra. Me parece que hacen falta textos que vayan documentando estos testimonios que casi se nos están perdiendo, recuperar la historia de lugares como El Nueve que permitieron a una comunidad sojuzgada tener un propio espacio de expresión y demostración. Citando, finalmente al propio autor: “algo ganamos, algo perdimos”.